L'autore:
Ben Sherwood ha escrito reportajes para The New York Times, The Washington Post y Los Angeles Times, y ha ganado varios premios por sus reportajes en los informativos de las cadenas de television NBC y ABC. Educado en Harvard y Oxford, actualmente vive entre Nueva York y Los Angeles. Debuto en el arte de la novela con El hombre que se comio un 747. Con sus segunda novela, La muerte y la vida de Charlie St. Cloud, llevada a la gran pantalla, se ha consagrado definitivamente.
Estratto. © Riproduzione autorizzata. Diritti riservati.:
Introducción
Creo en los milagros.
Y no solo en las simples maravillas de la creación, como mi hijo pequeño, en casa, tomando el pecho entre los brazos de su madre, o la majestuosidad de la naturaleza, como el sol que se pone en el cielo. Me refiero a los milagros de verdad, como el hecho de convertir el agua en vino o resucitar a los muertos.
Me llamo Florio Ferrente. Mi padre, que era bombero, me puso ese nombre en honor a san Florián, el santo patrón de nuestra profesión. Al igual que mi padre, trabajé toda mi vida en el parque de bomberos número 5 de Freeman Street, en Revere, Massachusetts. Actué como un humilde siervo de Dios, fui allí adonde el Señor me envió y salvé las vidas que Él quiso que rescatara. Podría decirse que tenía una misión en esta vida, y me siento orgulloso de lo que hacía a diario.
En ocasiones Ilegábamos a un incendio cuando ya era demasiado tarde. Rociábamos el tejado, pero aun así la casa quedaba reducida a cenizas. Otras veces conseguíamos hacer nuestro trabajo y salvábamos las vidas de todos los vecinos y de multitud de mascotas. Aquellos perros y gatos me dieron más de un mordisco, pero me alegro de haberlos bajado a todos por la escalera.
La mayoría de la gente nos imagina cargados con el equipo, entrando a toda prisa en edificios en llamas. Así es. Es un trabajo muy serio. Sin embargo, en los momentos tranquilos también hay tiempo para las risas. Podemos hacer que un amigo salga disparado hacia arriba montado en el chorro a presión de un manguera, y volvemos locas a nuestras mujeres cuando plantamos bocas de riego viejas y oxidadas en el jardín, junto a los geranios. Tenemos más camiones de bomberos de juguete que nuestros hijos y discutimos a gritos sobre el color más apropiado para los vehículos de emergencia. Por cierto, yo prefiero el rojo tradicional a ese espantoso amarillo fosforescente.
Sobre todo, contamos la clase de historias que invitan a apagar el televisor, a acomodarse en una butaca reclinable y a relajarse durante un rato.
La que sigue es mi favorita. Sucedió hace trece años en el puente levadizo General Edwards, no muy lejos del parque de ladrillos rojos que considero mi segundo hogar. No era la primera vez que teníamos que correr hasta allí para rescatar a accidentados o asistir a quienes habían recibido un golpe en el paso de peatones.
Mi primera salida al puente fue durante la tormenta de nieve del setenta y ocho, cuando un anciano no vio la luz que le advertía del alzamiento de la rampa. Atravesó la barrera, cayó al agua y permaneció sumergido en su Pontiac durante veintinueve minutos. Lo supimos porque ese fue el tiempo que su Timex llevaba detenido cuando los submarinistas lograron rescatarlo del agua helada. Mostraba signos de congelación y no tenía pulso, de modo que comencé a reanimarlo. Al cabo de unos segundos, recobró el color y abrió los ojos. Entonces yo tendría veinticuatro años y aquello era lo más sorprendente que había visto jamás.
El Revere Independent lo calificó de milagro. Prefiero pensar que fue la voluntad de Dios. En realidad, en esta clase de trabajos tratas de olvidar la mayoría de las salidas, en particular las que tienen un final triste porque muere gente. Si tienes suerte, terminan por convertirse en un recuerdo vago que guardas en un rincón de tu mente. Sin embargo, hay casos que nunca podrás quitarte de la cabeza. Se quedan contigo durante el resto de tu vida. Contando el del anciano congelado, he vivido tres de esos casos.
Cuando era novato, recibimos un aviso de incendio de clase tres en Squire Road, de donde saqué en brazos a una niña de cinco años, ya sin vida. Se llamaba Eugenia Louise Cushing y estaba cubierta de hollín. Tenía las pupilas como cabezas de alfiler, no respiraba y su pulso era apenas perceptible, pero no dejé de intentar reanimarla. Incluso cuando el médico forense dictaminó que había fallecido y comenzó a rellenar los papeles, seguí intentándolo. Entonces, de repente, la pequeña Eugenia se incorporó en la camilla, tosió, se frotó los ojos y pidió un vaso de leche. Aquel fue mi primer milagro.
Recogí el certificado de defunción de la niña, arrugado y tirado en el suelo, y me lo guardé en la cartera. Hoy en día apenas es legible, pero lo guardo como recordatorio de que todo es posible en este mundo.
Eso me lleva al caso de Charlie St. Cloud. Como ya he dicho, comienza con una calamidad en el puente levadizo que cruza el río Saugus, pero es una historia que va mucho más allá. Trata sobre la devoción y el vínculo irrompible entre hermanos. Sobre el hecho de encontrar a tu alma gemela allí donde menos te lo esperas. Sobre una vida truncada y una terrible pérdida. Algunos dirían que es una tragedia, y los entiendo. Pero yo siempre he intentado encontrar la parte buena de las situaciones más desesperadas, y por eso la historia de esos chicos sigue conmigo.
Tal vez penséis que algunos hechos son un tanto exagerados, incluso imposibles. Creedme, sé que todos nos aferramos a la vida y a lo seguro. En estos tiempos cínicos que corren no es fácil librarse de la dureza, de la severidad que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas. Pero haced un pequeño esfuerzo. Abrid los ojos y veréis lo mismo que yo. Y si alguna vez os habéis preguntado qué sucede cuando alguien cercano se marcha demasiado pronto —y siempre es demasiado pronto— es probable que encontréis otras verdades; verdades que tal vez os aparten de la tristeza que hay en vuestra vida, que os liberen del sentimiento de culpa, que incluso os saquen de ese lugar en el que os escondéis y os devuelvan a este mundo. Entonces, nunca más os sentiréis solos.
Buena parte de esta historia sucede en la pequeña y acogedora ciudad de Marblehead, Massachusetts, una punta de roca que se adentra en el océano Atlántico. Ya casi ha anochecido. Estoy en el viejo cementerio del pueblo, en una cuesta inclinada, junto a dos sauces llorones y un pequeño mausoleo con vistas al puerto. Los veleros echan las amarras, las gaviotas vuelan en grupo y los muchachos lanzan los sedales al agua desde el muelle. Algún día se harán mayores y conectarán home runs y besarán a chicas. La vida sigue adelante, infinita, incontenible.
Cerca de donde me encuentro, hay un anciano que deja un puñado de malvarrosas sobre la tumba de su mujer. Con una gamuza vieja, frota la desgastada lápida. Las ordenadas hileras de monumentos se alejan cuesta abajo hasta perderse en una cala junto al agua. Cuando era pequeño, en la escuela me enseñaron que hace ya mucho tiempo los primeros patriotas de Estados Unidos espiaban desde lo alto de esa cima los buques de guerra británicos.
Empezaremos remontándonos trece años atrás, al mes de septiembre de 1991. En la sala de recreo del parque de bomberos, estábamos devorando un tazón del famoso spumoni de mi mujer, discutíamos sobre Clarence Thomas y gritábamos por culpa de los Red Sox, que se enfrentaban a los Blue Jays por el banderín. Entonces oímos la señal, corrimos al camión y salimos a toda velocidad.
Ahora vuelve la página, haz este viaje conmigo y deja que te lo cuente todo acerca de la muerte y la vida de Charlie St. Cloud.
Le informazioni nella sezione "Su questo libro" possono far riferimento a edizioni diverse di questo titolo.